Eran las siete de la tarde y como de costumbre, todos los amigos se habían reunido en la casa de abajo. Juan Abel era el anfitrión. Era un muchacho que vivía en Madrid. Cómo sus abuelos eran del pueblo, cada vez que llegaba verano o vacaciones, sus padres le mandaban con ellos. A él por su parte no le importaba, pues había conocido a un grupo de muchachos los cuales compartían muchas de sus aficiones e inquietudes. Le encantaba quedar con sus amigos prieguenses. Hasta tal punto, que cuando cumplió los dieciséis, decidió quedarse en Priego con sus abuelos definitivamente, pues no quiso estudiar más. Así que cuando Juan Abel soltaba de trabajar a eso de las seis y media, para las siete, ya nos encontrábamos en lo que denominábamos “casa bajo”.
La casa de abajo era una casa pequeña, colindante a la gran casa que poseían sus abuelos. Tenía dos habitaciones en la planta de abajo, un pequeño cuarto de baño y dos habitaciones más en la planta de arriba. Allí solamente había una regla: No entrar en la habitación de al lado de donde se reunían todos. Pues su abuelo lo utilizaba a modo de despacho. Al estar vacía, sus abuelos se la dejaban para que pudiera estar con los colegas.
- Toc, toc, toc.- sonó la puerta.
- Ya voy yo.- grito Juan Abel, dándole un fuerte trago a la litrona y pasándola a su amigo Miguel.
- Señor Juan Abel Luque.- le dijo el hombre que estaba detrás de la puerta.
- Sí, soy yo. ¿Qué es lo que quiere?
- Le traigo un paquete. Por favor, firme aquí.- le dijo el hombre.
- Para mí, bueno, haber que es.-le dijo, mientras que acababa de estampar su firma.
- Aquí lo tiene. Buenas tardes.- fue lo último que le dijo el repartidor, antes de salir corriendo.
Después de volverse hacía su viejo sillón con el paquete en la mano. Comenzó a despedazar el embalaje. Los ojos se le salían de las orbitas cuando vio el interior del paquete. Era una guitarra eléctrica de un color negro tan intenso, que parecía que absorbía la luz de la habitación. Las cuerdas de color plata y una estampación en el frontal que recordaba a la guitarra de Luis Smith, el mejor guitarrista y compositor del mundo. Era el líder de un grupo heavy que se hacían llamar “Los hijos del caído”. Murieron todos en un extraño accidente de autobús. Eran y son legendarios.
Una pequeña nota se cayó a los pies de Chico, que era otro de sus amigos. La cogió y se la leyó en alto:
- Querido Juan Abel:
Cuando recibas este paquete, seguramente ya allá pasado tú cumpleaños. Encontré esta guitarra en Estambul, en una tienda de antigüedades. El dependiente me aseguro que pertenecía al líder de los hijos del caído. Era uno de tus grupos favorito cuando eras más chico, ¿no? Sé que siempre has querido triunfar en la música y espero que esta guitarra te ayude, como ayudó a su anterior dueño a que llegues a lo más alto. Deseando volver a verte. Un fuerte beso de tu tío Johnny.
- ¡Joder, la misma guitarra que toco Luis Smith!- grito Juan Abel, loco de contento.
- Toca algo, Juan Abel.- le dijo Mengibar, que era otro amigo.
Juan Abel, sin pensárselo dos veces, desconecto su vieja guitarra del amplificador y conecto su nueva adquisición. Más de tres horas duro el improvisado concierto. Chico, Mengibar y Miguel escuchaban absortos como Juan Abel acariciaba las cuerdas, dejando salir las melodías más hermosas que habían escuchado nunca. Era como si cada nota, y cada acorde, se fundiera a la perfección con la anterior dando paso a la melodía más bella del mundo.
Así que durante todo un mes, Juan Abel y los demás, se encerraban a practicar con la nueva guitarra. Estaban decididos a formar el mejor grupo de rock del mundo. Hasta que un buen día, todo cambió.
Loli, que era la novia de Juan Abel, le dejo por otro de la noche a la mañana. Después de estar dos años de relación, coge y lo abandona. Eso le destrozo. Esa misma noche todos sus amigos fueron a estar con él, pues cuando la novia de un colega deja a este, sólo puede significar una cosa. Esa noche hay que hacer una cura a base de alcohol.
Miguel, Chico, kisos, Pepe, Toni, Mengibar, todos sus mejores amigos se reunieron esa noche con él, cargados eso sí, de tres litros por barba más un par de canutos. La noche fue muy intensa. Juan Abel se encontraba sentado en su viejo sillón, con los pies cruzados, la guitarra en su regazo, acariciando las cuerdas con la derecha, mientras que bebía con la izquierda. Los demás se encontraban formando un circulo a su alrededor, mientras despotricaban de lo zorra que era Loli, y de lo mal que lo había tratado.
- ¡Era un putón!- grito Miguel, el cual llevaba una castaña encima tan grande, que casi no se le entendía.
- ¡Y una interesada!- grito otro.
- La verdad Juan, es que no nos caía bien a ninguno. Sólo la aguantábamos por ti.- le dijo Mengibar.
Miguel se levanto para ir al servicio. En un intento de mantenerse derecho, tropezó y se abalanzó sobre la pared que había detrás de Juan Abel. Como era su costumbre de no soltar la litrona ni para ir a mear, la botella se le hizo pedazos contra la pared. Los cortes fueron importantes y un chorro de sangre, fue a parar sobre Juan Abel y su guitarra.
- Me cago en la hostia, ¿mira como me has puesto?- le dijo Juan Abel a Miguel, hecho un basilisco.
- Perdona tío, ha sido sin querer.- le contestó Miguel, mientras le vendábamos la mano con un trapo.
- A esto habrá que darle puntos. ¿Porqué no vamos al centro médico con Miguel y luego nos vamos a la tasca y continuamos con esto?- dijo Chico.
- Ir vosotros, yo me quedaré aquí un rato y luego me acostaré. No tengo más ganas de fiesta.- dijo Juan Abel, mientras que se dirigía al cuarto de baño para quitarse la sangre de la cara.
- Bueno, pues nos vemos. No seas muy malo.- le dijo Kisos, mientras salían todos por la puerta.
Como es sabido por todos, después de una borrachera, hay que dejar a la victima que este un poco sólo, y por eso todos sus amigos se marcharon.
Cuando volvió de limpiarse la sangre, cogió un trapo y limpia cristales, y se dirigió hacia su guitarra para limpiarla. Cuál fue su sorpresa al verla, pues no tenía ni la más mínima gota de sangre.
- Supongo que no le habrá llegado.- pensó.
Así que se volvió a sentar en su sillón, cogió su guitarra y se puso a tocarla. Algo raro pasaba, pues la música que emanaba de esa guitarra, parecía estar cogiendo forma. Podía ver la música. Como llevaba mucho alcohol en sangre, no le prestó mucha atención, y con lágrimas en los ojos, comenzó a improvisar una canción que decía así:
- Me cambiaste por otro, sin darme la menor explicación. Tú que me querías y yo que te amaba. Mi vida no será igual sin ti, pero espero que con el que estas ahora, te arranque el corazón del pecho, como tú me lo has hecho a mí.
Y antes de acabar el último trago que le quedaba a la cerveza, Juan Abel cayó en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, y con una buena resaca, Juan Abel se levantó todo dolorido y se fue a comprar churros a un bar cercano. El sol en sus ojos era como alfileres en su cerebro.
- Buenos días, ponme tres ruedas y un café con leche.- le dijo al camarero, sin quitarse las gafas de sol.
- Buenos días también para usted, ahora mismo se lo pongo. ¿Se ha enterado de lo que ha pasado anoche?- le pregunto él camarero, mientras le ponía un humeante y cargado café.
- No tengo ni idea. Ayer estuve toda la noche en mi casa. Además no me interesan los cotilleos.- le contestó, mientras que le daba un buen bocado a uno de los churros.
- Pues que un tío, a matado a su novia arrancándole el corazón del pecho con sus manos. Encima el tío dice que no sabe cómo había podido hacer eso. Ahora mismo lo tienen detenido a espera de que el juez decida qué hacer con él. ¿No te parece impresionante una cosa así?, y más que ocurra en nuestro pueblo.
Un sudor frio recorrió todo el cuerpo de Juan Abel. A su mente volvió el recuerdo de aquella estrofa que cantó.
- No puede ser. Todo será una coincidencia.- pensaba para sí mismo.
- ¿Sabes cuál es el nombre de la muchacha asesinada?- le pregunto al camarero.
- Se llamaba Loli no se qué. Vivía por la calle Cana.
- Camarero, por favor. ¿Me puede poner un café?- le dijo un cliente que acababa de entrar.
- Voy como el rayo.- dicho esto se alejo de Juan Abel.
Aquel sudor frio, dio paso a un nudo en la garganta. El color de su cara cambió, de un saludable color rosado, a un no recomendable blanco ceniza. La idea de que sus palabras hubieran producido aquel hecho, le quitaron el hambre. Dejó caer una moneda de quinientas pesetas y salió disparado por la puerta. Continuará…..